En el pasillo la luz escaseaba. La penumbra, creada
por los pocos neones que no estaban rotos, no hacía más que aportar más horror
al pensamiento de aquel desafortunado hombre. Mirase donde mirase había una
sombra que amenazaba con sacarle las entrañas; tras cada esquina, tras cada
montón de basura o tras cada recoveco creado por el sinfín de tuberías y cables
que cruzaban las paredes y el techo de aquel pasillo, cualquier lugar era
idóneo para esconder un sangriento final. Se removió inquieto llevando cuidado
de no hacer más ruido del necesario y empujó la puerta mientras apretaba los
dientes, como si eso fuera a amortiguar el ruido que hacía la chapa al
arrastrarse por el desnivelado suelo. Cuando la puerta quedó abierta terminando
así con el agónico lamento, Gab se quedó estudiando la oscuridad que le
esperaba más allá.
«Cuando sabes que cualquier movimiento puede
conducirte a la muerte es difícil saber qué decisión es la que más te conviene».
Volvió la vista hacia el pasillo y no pudo evitar
fijarse en un tubo de neón que parpadeaba como si quisiera emular los estertores
de un moribundo, los últimos suspiros de una vida. Volvió a pensar en la muerte
y por un momento deseó que se apagase y que finalizase ya aquella absurda y
cruel espera.
Resignado a la idea de morir, se adentró en el
apartamento con la esperanza de que la espera acabase, pero no hubo ninguna
cuchilla dirigida a su vientre, y tampoco ninguna bala que le atravesase el
corazón y lo destrozase por dentro, tan solo hubo oscuridad y el silencio tan
propio de aquel edificio. Silencio que se basaba en un incesante ruido de fondo
compuesto por lloriqueos de bebés, gritos de peleas y chillidos aquellos
desgraciados a punto de morir o demasiado drogados para proferir una palabra inteligible.
Gab sabía que en aquella ciudad el silencio de verdad no existía, de hecho
dudaba que él mismo supiese lo que era el silencio.
Anduvo a ciegas unos pasos y tras patear algunas
cosas llegó hasta el interruptor. Cuando las luces se encendieron corrió hasta
la puerta y la cerró procurando hacer el menor ruido posible. Una vez dentro
del pequeño apartamento y aparentemente a salvo, su inquietud no descendió.
«¡Joder quieren matarme!»,
pensó Gab con el fin de justificar su creciente paranoia. Tras echar un
rápido vistazo al cubículo principal que hacía las veces de salón y cocina y
ver que estaba todo por el suelo fue a la pequeña habitación procurando no
pensar en los calibre doce y su capacidad para convertir cualquier cabeza en
una mera ensalada de hueso y carne. Pero
no encontró a ningún matón encañonándolo con una escopeta, tan solo se topó con
un desorden fuera de lugar. Toda su ropa estaba por el suelo y algunas cajas
que guardaba en casa estaban abiertas y con su contenido desparramado por toda
la habitación. Había una nota sobre la cama.
–Rehenes –murmuró mientras temía por la vida de su novia.
Pero cuando leyó la nota, repasando cada curva de
aquella caligrafía dulce y cruel, se sintió ridículo por haberse preocupado y decepcionado
por no haber acertado.
Gab,
no puedo seguir con esto. Necesito a un hombre que aspire a algo más que robar
mercancía defectuosa y perder apuestas. Quiero vivir Gab, quiero pasión, drogas
y glamour y tú eso no me lo puedes dar. No eres más que un mierda. Por favor,
no me llames.
Sophia
Tras repasar durante unos segundos aquel papel
blanco y afilado, lo dejó de nuevo sobre la cama donde hacía tan solo un día
había disfrutado de la tersa piel de Sophia. Mientras luchaba contra los
recuerdos de aquel cuerpo bañado en sudor y aquellas manos hábiles y juguetonas
fue hacia el baño. En esta ocasión ni siquiera apretó los dientes preparándose
para un disparo de algún sicario escondido. Sus botas resonaron en el suelo
metálico con un sonido grave y pesado como banda sonora de los oscuros pensamientos
que poblaban su mente. Quiso lavarse la cara pero al accionar el grifo no calló
ni una sola gota de agua. ¿Era posible que le hubiesen cortado el agua? No
recordaba qué día era pero lo que sí recordaba era que debía cuatro meses de
facturas.
Al alzar la vista con un gesto de aburrimiento se
dio cuenta de que todo no eran malas noticias, al menos para él. En la pantalla
que tenía delante se podía ver cómo unos bomberos intentaban apagar un fuego. Seguía
conectado a la red, algo era algo a fin de cuentas, pero era cuestión de tiempo
que le cortasen eso también. En los lados había anuncios de potenciadores
sexuales pero no les hizo caso, con lentitud alzó la mano para ampliar lo que
le interesaba. Estaban retrasmitiendo
las noticias, hacía semanas que aquella pantalla se había roto y no emitía
sonido alguno pero no le costó mucho saber que era lo que estaba pasando. Según
leyó en el titular, una empresa química había explotado en el distrito nueve ocasionando
un incendio. Había un total de cuarenta y tres muertos y una veintena de
desaparecidos. La mueca de aburrimiento en la cara de Gab se acentuó mucho más
mientras pensaba en aquellos desgraciados que ya no tendrían que esperar a que
alguien los matase. Suspiró y con un gesto con los dedos desplazó las noticias
activando el modo espejo. En seguida se arrepintió, lo que vio no fue para nada
de su agrado.
Frente a él, mirándolo con desprecio, estaba el
reflejo de un hombre de piel blanca y expresión cansada y aburrida. Sus
naturales ojos grises y sus facciones marcadas dejaban entrever un ligero
atractivo pero su descuidada barba de tres días, las dos cicatrices de su
mejilla derecha, su labio partido y el reciente moratón en su ojo derecho
mostraban a un sufrido veterano de las calles de GoreCity, “la gran ciudad”,
o “la ciudad del dolor” como le
gustaba llamarla. Examinó sus heridas buscando alguna respuesta de aquel circo
en el que se encontraba.
–Yo no robo mercancía defectuosa maldita zorra…
solo la vendo. –Le dijo a su propio reflejo mientras se quitaba los guantes de
cuero y los tiraba al suelo.
Se volvió con paso vacilante y se dirigió al salón.
Una vez allí se quitó también la gabardina y las desgastadas botas, que las
tiró hacia cualquier parte, como si no fuera a necesitarlas nunca más. Pasó
entre cajas, ropa y herramientas haciendo caso omiso del desorden. No se
molestó en ordenar nada, tan solo se apresuró a llegar al pequeño frigorífico.
Por suerte su ahora ex-novia le había dejado bebida. Cogió una lata de trans y se sentó en el sofá. Tras un
largo trago la dejó a un lado y se desabrochó las cinchas de su chaleco. Cuando
se lo quitó sintió un dolor tan fuerte que tuvo que retorcerse en aquel sucio y
deteriorado sofá. Una vez la oleada de dolor quedó reducida a un pequeño y
constante sufrimiento, se examinó el torso. Tenía una costilla rota, por lo
menos una. Arrojó el chaleco por el suelo y recuperó su lata. Bebió con tanta
ansia que al menos una docena de gotas le cayeron por la barbilla y el cuello,
compitiendo todas ellas en una carrera por llegar al pecho.
Oyó una rítmica melodía. En un principio se asustó
pero luego cayó en la cuenta de que se trataba de su móvil, que debía estar en
el bolsillo de la gabardina. La canción era la de unos anuncios de un sucedáneo
que vendían cuando él era pequeño, cuando se había tenido que ganar una
reputación a puñetazos en un mísero centro para hijos de trabajadores de nivel
C. Recordó las palizas pero también el delicioso sabor de aquel cancerígeno
sucedáneo y se entristeció. Pensó en lo fácil y maravilloso que había resultado
su infancia comparada con aquella vida adulta que ahora se acercaba a su fin.
El móvil siguió sonando. No hizo nada, tan solo se quedó allí mirando al techo
con la canción resonando en el interior de su mente. Observó las tuberías del
techo y los cientos de gruesos cables que lo cruzaban de una pared a otra.
Ciertamente se encontraba deprimido, y no por que Sophia lo hubiese dejado sino
porque iba a morir en cuestión de unas horas y no creía posible perder antes el
conocimiento con las trans que le
quedaban en el frigorífico. Se hubiera tirado por la ventana si aquel
apartamento hubiese tenido una, pero no la tenía. Los apartamentos que daban al
exterior y por encima del nivel del suelo eran más caros, formaban parte de esa
lista interminable de caprichos que no podría permitirse nunca, una lista que
Gab siempre había guardado en su mente.
Hacía tan solo unas horas había tenido a su alcance
cien mil eurodólares y por un momento se había dejado llevar por la fantasía de
que todo saldría bien. Caer en aquellas estúpidas fantasías era un error que en
GoreCity te conducía a una muerte casi segura. Pensar en ello le provocó náuseas.
Lo peor era la sensación, autoimpuesta por su experiencia en las calles, de que
debía considerarse afortunado por haber conseguido llegar vivo hasta su casa.
–Gab Fortune –dijo su apodo al aire con el fin de
que sonase menos ridículo.
Así lo llamaba la gente, “Gab Fortune”, como si
fuera el tipo más afortunado de todo el maldito distrito siete. Lo cierto era
que no había tenido suerte en toda su vida.
El teléfono volvió a sonar. Ni siquiera recordaba
que hubiese dejado de hacerlo. ¿Era posible que unos apresurados tragos de trans lo estuvieran emborrachando? Nunca
se había considerado un gran bebedor pero aquello lo creía imposible. Lo que
pasaba era que sabía que iban a matarlo y que ni siquiera iba a mover un dedo
para evitarlo. Irían a por él y le pegarían dos tiros y ese pensamiento lo
adormecía, como si la seguridad de la muerte tranquilizara tanto como un cubo
de serotonina.
Todo había sido culpa de Palabras. Ese maldito
chico lo había convencido para que dieran aquel golpe. “Dinero fácil”, había
dicho como la cosa más normal del mundo y Gab había terminado accediendo. Cada
vez que pensaba en el maldito joven, más tonto se sentía por haber creído que
podría salir bien. Había sido víctima de una ingenuidad muy poco común en él
pero no podía olvidar que su situación era desesperada, pronto estaría en la
calle y allí había mucha gente a la que le debía más dinero aún, así que había
decidido jugar al juego de Palabras, y había perdido.
El plan era sencillo. A sus oídos había llegado el rumor de cierto
cargamento de chips sin clasificar de un almacén en el barrio del Zinc. Palabras había acordado el precio con Frank mediaboca, que no era otro que el dueño
de la mitad del distrito siete. Controlaba prácticamente todo el negocio de la sintecoca y el nuevo y adictivo cortex, además de poseer más de ocho
clubs. Si alguien ganaba dinero con luchas a muerte, allí estaba Frank, si
alguien vendía su coño, allí estaba Frank. Y más valía no estar en su contra;
Gab sabía muy bien que si ese psicópata había levantado un imperio, no era por ser
precisamente amable. Tenía la maniática manía de obligar a sus enemigos a
contagiarse de la comecarne, la
bacteria que había perfeccionado el ejército años atrás y que ahora la usaban
los delincuentes para influir el terror en las calles. Podía hacer que un
hombre se descompusiese en cuestión de una hora entre gritos de dolor y un
charco pegajoso de carne y sangre. Al pensar en ello, Gab se apresuró a
terminar su trans. Quizá sí pudiese
emborracharse para cuando fueran a por él.
Había sido el robo más fácil de su vida, Héctor
había reducido al guarda de seguridad y luego Palabras y él habían cargado el
camión. Tan fácil que había parecido una broma. Todo había ido bien hasta el
momento de la entrega. Los hombres de Frank estaban en el canal, bajo el puente
de la sexta avenida, a la hora indicada y el pago se hizo sin ningún problema.
Pero cuando examinaron las cajas se encontraron con que estaban vacías.
¡Vacías! ¿Cómo era posible que nadie hubiese revisado el cargamento?
Lo que había pasado a continuación era fácil de
predecir: los ánimos se habían caldeado y la gente había comenzado a
desenfundar sus armas. Nadie quería ser víctima de la comecarne de Frank así que los nervios se habían antepuesto al
sentido común y Héctor había terminado apretando el gatillo desatando un
infierno. El mercenario no era de los que pensaban, eso era algo de lo que
solía encargarse él.
Recordaba la huída, haber salido del canal casi a
gatas y la carrera desesperada por los callejones del barrio del Zinc. Había perdido de vista a Palabras pero Héctor
había corrido junto a él por lo menos un kilómetro, escupiendo maldiciones y
disparando a sus perseguidores cada cierto tiempo. En cierto modo había pensado
que aun tenía solución, los chicos de Frank se darían la vuelta y se quedarían
con su dinero y sus cajas vacías. Otra estúpida fantasía muy impropia de la
realidad. No se había sentido tan mareado en su vida hasta el momento en que se
dio cuenta de que el mercenario llevaba la bolsa con el dinero. Cien mil
eurodólares. Calló entonces en la cuenta de que le acababan de robar a Frank
mediaboca cien mil eurodólares, los matarían por eso. No recordaba lo que le
había gritado, ni qué le había dicho a Hector en mitad de un ataque de pánico pero
lo que sí recordaba era el puñetazo en el estomago que le había dado aquel
indeseable con su mano artificial. «Casi me saca el corazón por la boca» Cuando
se repuso, Héctor había desaparecido y como los hombres de Frank aún le
buscaban había decidido escabullirse, correr hasta su casa con la absurda idea
de salir airoso de allí.
Maldijo a su socio hasta que le dolió la cabeza.
Decidió tomarse otra trans y
concentrarse en pensar que de todas formas ahora ya daba igual, dentro de poco
estaría muerto, tal y como esperaba que estuviese también Héctor.
Alguien golpeó la puerta con tanta fuerza que
resonó en toda la estancia y acalló los lamentos que resonaban en el interior
de la mente de Gab Fortune. Se quedó de pie, petrificado, a punto de echar un
trago y a la espera de que fueran imaginaciones suyas. Pero los golpes
volvieron más persistentes y más fuertes.
Intentó hacerse la idea de que su vida tocaba a su
fin. Se situó frente a la puerta y esperó. Le hubiera gustado llevar algo
puesto a parte de los pantalones pero no quería moverse por si decidían tirar
la puerta abajo y le pillaban poniéndose las botas. Ya podía imaginarse lo que
dirían en el barrio: “El afortunado Gab Fortune acribillado como un cerdo
mientras se calzaba las botas”, a lo que contestaría otro, “tuvo suerte, aun
con esas consiguió ponerse una de las botas”. Al pensar en ello le entró una
arcada, pero luchó por no vomitar y más aún por no imaginar lo que dirían si lo
mataban rodeado de su propio vomito.
–Encontrarían la manera de que tuviera que estar agradecido.
–murmuró con desdén.
–¿Gabriel, estás ahí? Abre la puerta, vamos.
Al reconocer aquella irritante voz casi deseo que
hubiera sido un sicario.
–Si llego a saber que me recibirías así, me hubiese puesto
algo más provocativo.
Palabras tenía muchas cosas malas: como sus
constantes bromas, su manía de moverse de aquí para allá y tocarlo todo, la
cualidad de ignorar las amenazas y peligros, su irritante costumbre de
desenfundar el cañón de balas de nueve milímetros que tenía oculto en la muñeca
bajo un compartimento de piel artificial… pero sin duda lo que más odiaba Gab,
lo que no soportaba por encima de casi cualquier cosa, era que no paraba de
hablar. Siempre estaba hablando.
–No estoy para tus putas bromas. –Le espetó Gab
mientras se terminaba la lata y gruñía al rozarse los cortes de la cara–. ¿Por
qué no te vas a morir a otro lado? Cuando encuentren nuestros cuerpos no quiero
que piensen que éramos amigos.
Pero Palabras no le hizo caso. Se limitó a reírse y
moverse lentamente con su delgado cuerpo de un lado a otro de la habitación.
Vestía como un vagabundo, demasiado mal y demasiado excéntrico. Gab siempre le
echaba la culpa de su extraño comportamiento a su infancia de mierda y a su
adicción a la sombraverde, la que
posiblemente era la droga más dura que existía. Él aseguraba no estar
enganchado, como todos los yonkis. Si, era un yonki y un tirado pero lo sabía
todo sobre el barrio verde y el
distrito siete, y sabía moverse por las calles como una rata escurridiza.
–Vale, vale. –Se relajó y se apoyó en la pared
mientras dejaba que el pelo le ocultase la mitad de la cara–. Hay una cosa que
no entiendo, si conseguiste escapar sin que te atraparan y dices que Hector
solo te golpeó una vez. ¿Quién te ha dado esa paliza?
–Bueno… –dudó por unos segundos mientras el dolor
de las cicatrices volvía a la carga–. La cosa es que estaba llegando a casa
cuando me encontré con Silvereyes y
los suyos y por más que traté de explicarles que no era un buen momento, no les
importó recordarme que les debo quinientos pavos.
Palabras se rió como si no hubiera ningún chiste
mejor. Él siempre decía que no debía apostar, que tenía demasiada mala suerte.
Quizá fuera ese el motivo por el que Gab Fortune le tuviese cierta estima.
–Bueno, escúchame, tengo una idea que va a
salvarnos.
–Déjame en paz Palabras. No quiero escuchar tus
ideas de mierda. Es por una de tus ideas por las que estamos ahora así.
Pero Palabras siguió hablando como Gab sabía que
haría. Le daba igual, dentro de poco entraría alguien y los mataría y por fin
acabaría aquella agonía.
–Hector nos ha jodido, se ha ido con el dinero y no
creo que le encontremos –y tenía razón, el mercenario estaría ya en la otra
punta de la ciudad ocultándose en alguna cloaca–. Lo que nos deja una deuda con
Frank de cien mil eurodólares.
–¡Dinero que no tenemos porque Hector, tu gran
hombre de confianza, se ha largado con él, hijo de puta!
–Admito que me equivoqué con Hector pero aún
tenemos una posibilidad de enmendar nuestro error. Podemos dar un último golpe,
podemos dar “el golpe”.
Los ojos de Gab se abrieron como platos al entender
finalmente a lo que se refería su compañero. Estaba a punto de hablar pero se
calló, no merecía la pena.
–Frank sabe que no nos iremos –Comenzó a decir
Palabras mientras se acercaba a Gab–, fuera de este distrito no valemos nada
así que ya podemos darnos por muertos. Pero si le ofrecemos la oportunidad de
recuperar su dinero, con intereses, puede que nos deje intentarlo. Lo único que
puede pasar es que nos maten y eso es algo que él ya hará si nos quedamos aquí
de brazos cruzados.
El instinto de supervivencia de Gab sabía detectar
una mala idea desde lejos y aquella era una muy mala idea pero por un momento
se olvidó de ello y se quedó mirando a su alrededor. Pasó la vista por todas
aquellas cosas inútiles que había por el suelo, y por aquellos focos que pronto
serían inútiles porque le cortaría la luz.
–Piensa en Sophia…
–Sophia me ha dejado
–Vaya –dijo Palabras intentando mostrar algún tipo
de sentimiento que no tenía–. Lamento oír eso amigo mío, era una buena chica y
creo que le caía bastante bien.
–Eso es mentira, te odiaba y detestaba que vinieses
por aquí.
–Un motivo más para no morir entonces.
Demostrémosle a esa zorra que se ha equivocado al dejar al gran Gabriel Fortune.
Gab sabía que su compañero solo quería manipularlo
para que accediese pero no podía negar que tenia parte de razón. Nunca le había
importado una mierda a nadie y no esperaba que eso cambiase, pero sí estaría
bien hacerle ver a todos lo equivocados que estaban.
Miró a aquel delgado ser que decía ser su amigo. Se
le ocurrió que podría matarlo a golpes en unos segundos y esperar en silencio a
que fueran a por él. Y aunque no le faltaban ganas de matarlo también
reconsideró su oferta.
¿De verdad quería morir? No, no quería morir y lo
peor era que la única opción que le quedaba era la de seguir jugando al juego
de Palabras. «Pero hay cosas mucho peores que la muerte» pensó a la vez que se
levantaba y se alejaba del yonki. Cogió otra trans y meditó durante unos segundos. Un tiempo que Palabras
aprovechó para canturrear con los labios. Odiaba que hiciese eso. «Saldrá mal,
pero tengo que intentarlo. Joder, no quiero morir.»
–Está bien, suponiendo que accedo a alargar mi vida
para que tu otra idea nos mate, ¿cómo piensas dar “el golpe”? Nos falta como
mínimo otro hombre, ya sabes, un mercenario.
Y era cierto, sin Hector habían perdido el factor
fuerza en aquella ecuación. Sin aquel desgraciado no podrían llevar a cabo algo
así y dudaba que encontraran a alguien que quisiera hacerlo. La mayoría de los
matones que se prestaban a esa clase de trabajos eran estúpidos adictos a la
sangre pero no eran suicidas. Gab estuvo a punto de volver a sumirse en su
propia pesadilla pesimista pero Palabras volvió a hablar.
–Podemos llamar a… ya sabes, a él. –acompañó su
frase echándose la mano al cuello y simulando que moría ahogado.
–De todas las ideas que has tenido esa es la peor
con diferencia, prefiero morirme a que le llames. No saldría bien, no con él.
Es demasiado inestable, demasiado…
–Hay que saber perdonar Gab…
–Es un psicópata. Nos matarán.
–Ya estamos muertos.
Ante la elocuencia de Palabras, el ladrón no pudo
más que caer en la cuenta de que no podían hacer otra cosa. Aquel plan le daba
mala espina, como casi todo. Pegó un largo trago y se acabó la lata.
–Está bien, llámale. Pero acuérdate de este momento
cuando el infierno se desate y la gente muera. No saldremos vivos de esta, es
imposible que salga bien.
–Esto es GoreCity amigo mío, cualquier cosa es
posible, hasta lo imposible.
Esta nueva historia arranca mucho mas fuerte que la anterior, un principio que como todo buen principio deja dudas en el lector y ganas de leer más. Los personajes muy “currados” ese Palabras es sencillamente genial.
ResponderEliminarHas introducido el pensamiento de Dostoievski, como lector muy agradecido. Es muy ameno leer en primera persona los pensamientos entre dobles comillas bajas.
Me ha gustado mucho en términos generales.