A lo largo de los últimos años Lenka había entrado
a formar parte de un clan. Uno de los miles de grupos nómadas que iban de
ciudad en ciudad, por las carreteras y autovías muertas, cruzando cientos de
desiertos yermos. Durante esos años, la joven había aprendido por primera vez
lo que era tener una familia, una familia de verdad. Si ahora Tuerca moría
sería como si perdiese a un hermano. Y sería por su culpa, por haberlo
convencido, por haberlo manipulado para escabullirse y adentrarse en aquella
ciudad maldita, aquella ciudad que cobraba un alto precio por los errores.
Todo había sido una locura en la que se había
encadenado un error tras otro hasta formar aquella catástrofe. Cuanto más lo
pensaba más claro tenía que nada podría haber salido peor. No obstante, le era
inevitable caer en la cuenta de que después de todo, había conseguido encontrar
a su amigo. ¿Cuántas probabilidades había de que eso pasase? Ese hecho era lo
que le daba fuerzas para ser optimista, para tener una mínima esperanza de que
el mecánico pudiese sobrevivir. Misticismo quizá; una vana esperanza que la
destrozaba por dentro.
Hacía tan solo unos días había estado durmiendo
bajo el contaminado cielo nocturno, rodeada de la inmensidad de un desierto
muerto y a la espera de una torrencial lluvia acida, con un lejano horizonte
allá a donde mirase; ahora se encontraba en un almacén húmedo y mugriento,
rodeada de extraños y sin capacidad para asistir a su malherido amigo. Tenía
dos disparos de bala en el estómago, estaba tan pálido que parecía como si
hubiera muerto hacía horas, pero no era así, aún respiraba, aunque no sabía por
cuánto tiempo. Si hubiera tenido dinero hubiera podido mandar a todos aquellos
imbéciles a la mierda y haber llevado a su amigo a un hospital, pero no tenía
más que unos pocos eurodólares. De hecho hubiera ido a un hospital de todas
formas y hubiera obligado a alguien a que les atendiese a cambio de no volarle
la cabeza pero aquel tipo grande de la coleta le había dejado clara una cosa:
no tenía ninguna posibilidad. Y tenía razón, no conocía la ciudad y apenas
podía cargar con su amigo, por no hablar de la seguridad de los hospitales, los
cuales siempre contaban con varios pelotones de mercenarios o policías
corporativos de empresas farmacéuticas. Ni siquiera le habían dejado llamar a
su clan, no hasta que no llegase la ayuda. Solo podía limitarse a seguir las
instrucciones de aquel enorme guardaespaldas y esperar a que llegase quien
tuviera que llegar. No contaba con que llegase a tiempo, y aunque lo hiciera,
¿por qué iba alguien a molestarse por un tirado de la carretera, un paria, un
nómada? Era por eso que los clanes funcionaban como familias, porque nadie los
quería. Allí a donde fueran solo se tenían los unos a los otros. Allí era una
extraña y se encontraba muy cansada.
Tuerca pareció atragantarse y abrió los ojos de
golpe mientas escupía sangre que se le resbalaba por el cuello. Su piel estaba
tan pálida como el mármol y toda su ropa estaba mojada por la espesa sangre que
salía de su vientre. La sangre era lo peor, no había forma de parar la hemorragia,
lo que convertía aquella escena en una lucha desesperada por la supervivencia.
Lenka no podía hacer nada salvo apretar la herida con su chaqueta. Todo estaba
lleno de sangre pero en la cara de Lenka tan solo circulaban caminos de
lágrimas. Lágrimas de rabia y odio, de miedo y frustración.
–Lenka… –Dijo el moribundo en un susurro tan débil
que apenas pudo oírse por encima de los pasos de las ratas que circulaban por
las sombras.
Supo entonces que no había ninguna posibilidad.
Agarró la mano de su amigo y lo miró a los ojos. Estaría con él hasta el final.
***
Aquella noche estaba resultando ser de lo más
espectacular. Salvo por la maldita entrevista de aquella reportera entrometida
y por la posibilidad de que Repulsión Plástica estuviese muerto, todos los
acontecimientos que se habían sucedido desde el comienzo del concierto le
habían proporcionado un chute de adrenalina tan grande que dudaba que fuese a
necesitar sintecoca en lo que le
quedaba de vida.
Obviamente estaba exagerando, le encantaba
exagerar. Por supuesto que volvería a meterse de ese polvo azulado y por
supuesto que aquello no podía ser tan espectacular.
«Pero es que los instantes están para disfrutarlos,
y al exagerarlos se disfrutan mucho más.» Meditó. Así es como lo veía Discordia
Sintética y estaba convencido de que nadie jamás le haría cambiar de opinión.
Se sentó sobre una caja y se desabrochó el chaleco.
Examinó bajo la tenue luz su delgado torso repleto de tatuajes hasta que dio
con lo que buscaba. Una oleada de dolor lo sacudió cuando encontró los
hematomas que había en su abdomen.
–Te dije que me habían dado –dijo más para sí mismo
que para nadie en especial.
Algunas balas perdidas habían conseguido darle. La
suerte de que llevase el chaleco de kevlar no se debía a una cuestión de seguridad,
sino estética. Solía llevar siempre un chaleco fino como aquel, de color negro,
con algunos detalles luminiscentes. Se sentía tranquilo pero pensó en todo
aquello durante unos segundos: las balas podrían haberle dado en los brazos, en
las piernas, en el cuello, en la cabeza o aun peor, en la entrepierna, pero no,
habían impactado justo en el lugar donde si la bala era ligeramente
amortiguada, podría salir prácticamente ileso.
El fan muerto, el chaleco… casi parecía un chiste
de mal gusto. Pero no le apetecía reírse, ni llorar ni nada, simplemente le
daba igual. Pensar en toda esa mierda no era lo que él quería, él quería
comerse el mundo. Justo cuando comenzaba a esbozar una sonrisa, los gemidos del
amigo de la pelirroja reverberaron en todo el almacén. Sintió entonces un
regusto amargo en la boca.
–No puedes hacer nada por él, ya es un cadáver –le
dijo desde lo alto de la caja.
–¡Cállate! –la chica se volvió con los ojos
llorosos pero cargados de resentimiento–. Cállate o te vuelo la puta cabeza.
–Vale, vale… –se apresuró a decir el cantante
mientras levantaba las manos y la chica se volvía, apresurada por atender a su
amigo agonizante–. Y yo que solo quería ayudar… –Sus propias palabras le
arrancaron una sonrisa de satisfacción pero cuando sus ojos se cruzaron con los
de la otra chica, la japonesa, la sonrisa pronto se esfumó. Tenía la expresión
que debía tener el hierro si tuviera cara
«A esta no le gusto mucho me parece –pensó esta vez
para sí–. En fin, gente sin sentido del humor y sin capacidad para reconocer el
talento los hay en todos lados, sobre todo en este puto almacén. –continuó
pensando mientras abría una de las cajas que tenía a su derecha.» En su
interior había unas cajas más pequeñas, alargadas y de colores. Leyó: “Jeringuillas espíritu ciborg. Inyéctatelo tú
mismo.”
Rozó su oreja con el dedo y comenzó a sonar Puta mierda, compuesto por los Industria Caníbal hacía diez años y
reinterpretado por Psycholedic-Discordia
hacía apenas uno. Siempre le había gustado ese tema y se empeñó en que una
nueva versión podría incluso mejorarlo, como al final acabaron demostrando los
índices de audiencia. Discordia recordó entonces que el antiguo batería,
Psycholedic meat, se opuso desde un principio. Casi se alegraba de que hubiese
muerto. Al drogadicto batería nunca le gustaron las letras en español pero a él
sí, le gustaba cantar en ese idioma. Era casi la única cosa no sangrienta que
había aprendido en su niñez. Miró al actual batería del grupo, durmiendo entre
dos cajas agarrado a sus piernas. Castigo Corporal no daba tantos problemas,
aunque no era tan bueno como lo había sido Psycholedic, eso estaba claro.
Mientras movía la cabeza al ritmo del estribillo,
que él mismo había arreglado hacía apenas unos meses, sacó una de aquellas
pequeñas cajas de colores y se la guardó en el bolsillo de su chaleco, donde
encontró, junto a una pequeña dosis de sitecoca,
una tarjeta. Con el ceño fruncido se apartó las rastas de la cara y la sostuvo
ante él. Había poca iluminación pero las gafas que llevaba se encargaron de que
no supusiese un problema.
Era la tarjeta de un local del distrito seis, La Serpiente, un bar de snobs y
excéntricos al que él jamás había ido. No le llamaron la atención ni las letras
estilizadas, ni el dibujo de una serpiente cuyos ojos cambiaban de color, pero
al darle la vuelta encontró algo que sí captó su atención. En la parte de atrás
había escrito un pequeño mensaje: Esta
noche Degeneratión Planet va a intentar matarte.
Al leer aquellas palabras sintió como si una sierra
le rebanara el cuello, como si se rompieran cientos de focos a su alrededor y
la oscuridad esperase pacientemente para engullirlo. Instintivamente desvió la
vista hacia Jacob y este lo miró con su habitual expresión de cabreo. Él le
sonrió y comenzó a mover la cabeza como si estuviera prestando atención a la
canción en vez de al sudor frio que resbalaba por su espalda. ¿Era posible que
su propia discográfica quisiera matarlo? «Si esto es cierto las cosas se pondrían
poner verdaderamente difíciles», pensó mientras volvía a leer el mensaje.
Morir no era algo que estuviese entre sus planes.
Intentó calmarse y analizó la situación. Era común que la gente disparase a los
artistas, ya fuese porque odiaran su música, porque se sintieran decepcionados,
porque los envidiaran, por motivos políticos o religiosos o simplemente porque
se les hubiera ocurrido esa mañana. No tenía por qué haber un motivo para lo de
esa noche, además de que no tenía sentido ya que le estaba haciendo ganar miles
de eurodolares a la compañía. ¿Si querían matarlo por qué no lo hacían ya? Se
rio de sí mismo por hacer caso de unas pequeñas palabras escritas sobre
plástico y procuró calmarse, recuperar la satisfacción que le proporcionaba
vivir en su mundo pequeño mundo. Todo estaba controlado, su talento estaba a
salvo.
Pero una pequeña llama quedó en el interior del
cantante y prendió la mecha de la duda. Una duda que le hizo preguntarse
secretamente quién podría haber puesto esa tarjeta en su chaleco y con qué fin.
De pronto le vino una cara bonita a la mente ya que solo se había quitado el
chaleco en una ocasión en toda la noche: para contestar a unas incomodas
preguntas. Quizá en esta ocasión las preguntas tendría que hacerlas él.
***
Se levantó y vagó por el almacén. Pudo sentir los
ojos del tal Jacob clavados en ella. Aquel tipo enorme aún se tenía en pie e
incluso parecía estar recuperándose. Observó su traje ensangrentado entallado
en aquel cuerpo descomunal y su mirada impasible. Era una bestia, un asesino,
un perro. Samishii lo sabía porque conocía muy bien a esa clase de tipos,
mercenarios al servicio de una u otras siglas. No les tenía el más mínimo
aprecio y no se molestó en disimularlo. No obstante debían andarse con cuidado
porque aquel tipo no parecía ser de los que tuvieran mucha paciencia y los
nanorobots que con toda seguridad recorrían su cuerpo estaban reparando el
tejido perforado y desinfectándolo. Tardaría por lo menos una semana en
recuperarse de tantos balazos, además de que necesitaría un cirujano para que
extrajera las balas pero por el momento aquella nanotecnología le permitía
seguir cumpliendo con su deber.
Alejó el temor de su mente pero no pudo evitar
sentirse asqueada. La nanotecnología permanente aplicada en la biomedicina
valía una fortuna que muy pocos podían permitirse, pero otorgaba una inmunidad
muy superior a la del resto de los mortales e incluso alargaba la vida. Era ese
el motivo por el que nunca faltaban candidatos a suplir las numerosas bajas de
los mercenarios de las grandes corporaciones. Ellos les otorgaban sus servicios
por la sencilla razón de que sabían que la empresa le proporcionaría un equipo
que jamás podrían tener de ir por su cuenta. Samishii sabía muy bien que las
corporaciones nunca salen perdiendo de un trato, por lo que esos “contratos”
solían incluir letra pequeña con el fin de asegurar la fidelidad del nuevo
empleado. Contratos de por vida, extorsión, amenazas y hasta chips con
explosivos eran los medios para garantizar la buena relación entre
matón-ejecutivo. Por supuesto esto no pasaba siempre y por supuesto no se
equipaba de la misma forma a todos los guardaespaldas, pero si uno era bueno y
tenía suerte, podía llegar muy lejos en el negocio del asesinato y la
protección. La esclavitud era un precio superfluo por un poder sobrehumano y
una vida de más de ciento veinte años.
El rockero debía de ser una buena inversión para la
discográfica, sino no invertirían en aquel bocazas tanto potencial. Por lo
visto habían querido matarlo, cosa que no le sorprendía en absoluto. Se le
venían muchas cosas a la cabeza para justificar aquello pero cuando lo miraba,
y éste le devolvía la mirada con una mueca obscena o un beso, solo podía alegar
que era jodidamente irritante.
Se detuvo entonces cuando llegó hasta donde estaba
la chica pelirroja y su moribundo amigo. Ambos sufrían la agonía de una
despedida que se hace de rogar: él la de la muerte y ella la de su amigo.
Resultaba triste y casi doloroso. Sintió la tentación de apoyar la mano en el
hombro de la chica y consolarla con alguna palabra, pero eso no hubiera salido
bien. Las palabras de poco servían ante la muerte y además aquel asunto no iba
con ella. ¿Qué más le daba si un maldito paleto de la carretera moría de un
balazo? Todos los días morían cientos de personas en GoreCity y no derramaba ni una sola lagrima por ellos. Ya no.
Oyó cómo se incorporaba Roy. Sabía que era él por
la distancia de la que provenía aquel sonido. Podía oír la respiración profunda
del guardaespaldas, al rockero curioseando entre cajas e incluso los lejanos
ronquidos del otro músico, el de los leds
subcutáneos. Si se concentraba podía incluso percibir el goteo de una
pequeña fuga en una tubería o el roer de alguna rata. Hacía tiempo que se había
acostumbrado a todos aquellos sonidos y a valorarlos para aprovechar aquella
poderosa ventaja que le otorgaba aquel caro y sofisticado sistema de escucha
amplificada, cortesía como no, de un trato con otra de aquellas corporaciones
que tanto odiaba. Por mucho que detestase a aquel guardaespaldas debía de
reconocer que en parte, ella también era una mercenaria. Pero ella no mataba, ya
no les pertenecía, ella era libre y controlaba su vida, hasta esa noche.
Entonces la pelirroja se sobresaltó y se acercó más
a su compañero herido. Parecía que había reunido sus últimas fuerzas para poder
decir unas últimas palabras. Alguna suplica inmunda que llegaría al mundo entre
babas y gotas de sangre. Nada que pudiese importarle, pensó con aburrimiento
Samishii. Se giró para encontrarse con Roy, que había ido a reunirse con ella.
–Sami yo…
–Roy –le cortó en voz baja y amenazante.
–Samishii –siguió el pandillero tras la
corrección–. He estado pensando y después de todo lo que ha pasado creo que
deberías desaparecer una temporada. Si tú quieres, yo podría…
–Cállate –Le cortó en seco la joven abriendo los
ojos de par en par.
No pretendía ofender al chico, ni arruinar otro de
sus intentos de engatusarla, aunque no le hubiese importado ya que en otras
muchas ocasiones ni siquiera se había detenido a escuchar al insistente
muchacho. En esa ocasión el motivo de su tajante corte era otro. El joven
moribundo al parecer sí había dicho algo interesante.
Entre susurros, vomitado al aire viciado de aquel
oscuro y sucio almacén de algún lugar del distrito diez, el mecánico Tuerca
profería sus últimas palabras entre babas, lágrimas y sangre.
–Lenka…s,h…a –una punzada de dolor le recorrió la
columna vertebral anunciando el fin de una agonía mísera y sangrienta. Con su
último suspiro volvió a repetir aquellas palabras carentes de sentido para su
amiga, pero que una ingeniera capaz de oír hasta los susurros más débiles no había
podido pasar desapercibido–. S,H,A, Lenka...
–S.H.A –repitió Samishii al instante como si
necesitase oírlas de su propia boca para poder creer que aquel miserable
muchacho quizá tuviera algo que ver con ella.
Lenka se volvió de pronto y fijó los ojos en los
suyos. Su ojo orgánico estaba enrojecido, de un tono similar al de su pelo. Del
ciberóptico tan solo se veía una
pequeña placa de metal de unos centímetros a un lado de la cuenca pero por lo
demás era un modelo que se asemejaba mucho al original, de ambos ojos caían
lágrimas. Samishii pensó entonces en el dispositivo que emulaba las lágrimas
reales que llevaba el implante y que se disparaba solo cuando un pequeño
sensor, situado en la otra cuenca, se activaba. Se preguntó quién sería el
estúpido ingeniero que había diseñado un ciberóptico
que imitaba a la perfección el llanto humano pero que a su vez era incapaz de
enrojecerse. Pensó entonces en lo curioso que resultaba que reparase en ello
justo en un momento como ese.
Aquel chico no había muerto por una simple pelea
con unos pandilleros o unos matones a los que les debía unos pocos eurodólares
por comprar cortex o cualquier otra
droga. Aquel tipo estaba muerto por algo más serio, algo que de alguna manera
quizá tenía que ver con el hecho de que ella también estuviese en peligro.
Cuando volvió a fijarse en los ojos de la chica, se
dio cuenta de que ya no lloraba, tan solo la miraba fijamente. Era demasiado
tarde, ella lo sabía, le había oído reconocer las siglas y ahora la miraba
escudriñando en su muda expresión, sabía lo que estaba pensando. Aquella nómada
quería creer que existía un vínculo. ¿Lo había? En el supuesto caso de que los
que la perseguían pertenecían a S.H.A, la empresa para la que había estado
trabajando tan solo unos días atrás, ¿era posible que se hubiera encontrado con
un ajuste de cuentas de la misma empresa? ¿Aquel chico muerto hubiera podido
decirle algo en vida? ¿Por qué lo habían matado? ¿Tenía todo aquello algo que
ver con ella?
Eran demasiadas preguntas y sobretodo, demasiadas
casualidades, y eso la inquietaba porque Samishii sabía mejor que nadie que, en
GoreCity, las casualidades solo
tienen un desenlace: matar o morir.
Esto no había hecho nada más que empezar.